Un pelo, un gesto, una imprudencia, suele ser la diferencia entre la gloria y la vergüenza. De esto tenemos nuevos ejemplos en tenis y automovilismo.
Roger Federer se convirtió el domingo, por un pelo, en el tenista más exitoso de la historia, en presencia del rey anterior, Pete Sampras.
Bernie Ecclestone quedó retratado, el fin de semana, como un dinosaurio tan pero tan antiguo que, al referirse a Hitler, parece glorificar el papel del tirano en la vida de los pueblos.
Qué aberración. Si no supiéramos que el capo de la Fórmula 1 es, a los 78 años, un caso notable de lucidez y vitalidad, pensaríamos que está gagá. Ahora, tras la tormenta, dice que fue mal interpretado. Retomaremos esto más adelante.
En lo de Federer todos coincidimos: nadie se merece más que él un nuevo título en Wimbledon, sus quince en torneos de Grand Slam.
(Federer ha jugado 20 finales de Grand Slam y sólo ha perdido ante un jugador: Rafael Nadal.)
Una vez más, igual que en Roland Garros, al mérito se agregó la complicidad de los dioses: además de la ausencia de Nadal, lesionado, la medida de este Federer es que un buen tenista, nada más que buen tenista, como es Andy Roddick, lo llevó a una final maratónica, con 30 juegos en el quinto set.
De hecho, Roddick ganó más juegos que el suizo: tras 4hs16m de juego, el tanteador fue 5-7, 7-6, 7-6, 3-6, 16-14.
Varios comentaristas han señalado que Federer no quebró a Roddick, no lo superó en el juego: simplemente le ganó por agotamiento.
Ese es un mérito de campeón, por supuesto. El campeón es el que queda en el campo, erguido, cuando todos sus rivales están en los vestuarios.
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