"Es
la primera vez en tres meses que hablo y responde alguien que no soy
yo", me dije. "Se siente raro. Llevo tres meses hablando solo".
Siempre me han despertado curiosidad los que hablan solos. Uno los
ve en la calle, en los parques, en los zaguanes, enfrascados en una
historia que no acaban de contarse, en conversaciones sin rumbo y
sin final, ocupados consigo mismos y quienes hablan con ellos, siempre
con cierta prisa. "Quien habla solo espera hablar con Dios", dijo
Machado.
A fin de cuentas, todos monologamos, aunque tal vez nos salve el hecho
de que lo hacemos en voz tan baja que no nos oye nadie, o nos resignamos
a nuestros pensamientos, que tienen la desventaja de que duran poco
y son incoherentes e incompletos o duran demasiado y ensimisman.
Hay quienes prefieren leer los diarios, ir al cine, escuchar radio,
ver la tele, porque ofrecen el espejismo de las conversaciones de
otros. Hay quienes no quieren o no osan hacer ese ejercicio solitario
porque saben que tarde o temprano uno comienza a hacerse preguntas.
Hay quienes no lo han notado.
Esas conversaciones con uno mismo son provocadas por el silencio.
Creo que ante la aterradora posibilidad del silencio, uno elige el
mal menor, que es hablar solo. Hay que tener en cuenta que una de
las herramientas de tortura es el silencio extremo, que hace que una
persona termine por decirse lo que calla, enloquecida por sus propias
voces interiores.
El ermita, como el periodista y el cibernauta, sentenciados al silencio
en sus desiertos, se dicen una y otra vez lo que pasa: uno ve, otro
describe y otro es la divinidad virtual, y los tres juegan a que son
dioses en un universo de palabras. En el principio era el verbo, y
un locutor tuvo que haber anunciado el nacimiento del universo, el
origen de la vida, diciendo: "Hemos comenzado…".
Recuerdo sobremanera a tres personas monologantes. El Califa, especimen
de la fauna angelina que se apodera del centro de la ciudad antes
de que anochezca, que cruzaba los parques entretenido en afanes contables
y urgentes; un hombre joven a quien identificaba con la historia de
Lovecraft "El que espera en el umbral", que visitaba diariamente el
café La Parroquia de Xalapa en busca de alguien, y una mujer
vestida de terciopelo rojo que nunca pudo vendernos flores en un boliche
de Montevideo.
Los tres eran ejemplo claro de que las cosas deben decirse sin falta.
Por eso, tres meses de soliloquios tienen consecuencias. Creo que
no pude. "Cubre bien tu espalda", me dije. "Y trata de no roncar".
Yo estaba dormido antes de tocar la almohada. Algo me hizo despertar.
Era el silencio tibio de la casa. "No te atrevas a sentirte bien",
me dije en la puerta del cuarto, "es invierno en Inglaterra".
Desde la ventana de la sala me entretuve mirando a una urraca que
molestaba a una zorra en el patio vecino bajo el cielo nublado. Me
dije que en el fondo las cosas se repiten para bien, y -tras una noche
en vela- mis pensamientos se perdieron en vagas especulaciones sobre
el futuro inmediato, y sin darme cuenta me puse a hablar solo mientras
miraba por la ventana.
"La urraca molesta a la zorra como la conciencia al recuerdo", dije
en voz alta, y en ese momento pude entender que la soledad en una
playa de Florida es como la soledad en una ventana de Londres.
|