"Londres", piensa uno, y lo primero que se le ocurre pensar a uno
es en los guardias del palacio de Buckingham, en los autobuses de
dos pisos, en la neblina, en el té de las cinco, en el metro y en
la puntualidad de los trenes ingleses.
Pero llega uno y descubre que los guardias del palacio de Buckingham
están hasta allá, separados del público por las rejas y el patio de
palacio, y desde lejos uno solamente atina a pensar si no les dolerán
los pies de tanto estar parados.
No muy lejos de allí, en la entrada del parque que lleva al
palacio, hay un par de guardias a caballo, pero más que para guardar
la entrada sirven para que los turistas se tomen fotos con ellos y
traten -en vano- de hacerlos sonreÃr…
Siguen los autobuses de dos pisos. Si uno es turista y toma el que
va de la estación de Liverpool Street a la plaza de Trafalgar, santo
y bueno. Le tocarán los autobuses que tienen la entrada por detrás,
con ventanitas que se abren cuando hace calor.
Pero el resto de los londinenses tiene que viajar en autobuses de
dos pisos sin ventanitas: cuando hace calor, uno suda, y cuando hace
frÃo uno suda también, porque los choferes de autobús son los seres
más friolentos del mundo.
La neblina no existe. Para muchos -por ejemplo, el que escribe- se
trata de un invento de Conan Doyle y de Hollywood, quizás reforzado
por el clima que habÃa hace cien años.
El té de las cinco tampoco existe. Uno imagina que a las cinco en
punto de la tarde el mundo se detiene y aparecen mayordomos con charolas
de plata y teteras de lo mismo, y sirven un caldo caliente al que
le agregan leche y beben entre mordidas de galletitas o esquinas de
sandwiches. No es asÃ, como ya veremos algun día.
El metro, aunque sea el más antiguo del mundo y haya veces
en que se note, es como todos los metros del mundo: uno compra su
boleto, baja escaleras o elevadores, espera el tren, se mete como
puede en el vagón, se acomoda, y viaja a donde va protegido por un
diario, una revista, gafas oscuras, o finge que no ve a ninguno de
sus compañeros de viaje.
Cuando hace calor huele mal… La puntualidad de los trenes ingleses
puede ser sorprendente, constante, cotidiana y aún digna de
elogio, pero ya no es lo que era antes.
Antes podÃa uno enriquecer el dicho estadounidense de que sólo son
seguros la muerte y los impuestos, agregando los trenes ingleses,
pero las cosas han cambiado desde que el gobierno conservador de Margaret
Thatcher privatizó los ferrocarriles.
Asà que lo primero que descubre quien se viene a vivir a Londres es
que no es lo mismo ser turista que local. El turista conoce los lugares
bonitos, los edificios elegantes, las zonas sin grafitti, los restaurantes
caros.
El local vive en lugares que se parecen a otros, en edificios o en
casas como las demás, sufre grafittis y come en restaurantes caros
cada vez que come en un restaurante, porque la ciencia ha demostrado
que en Londres no hay restaurantes baratos.
Esos mitos de la vida inglesa, y otros de otras partes, serán tema
de este espacio, que ni siquiera busca ser profundo o importante sino
que sólo espera la visita semanal de algún lector despistado que quiera
encontrar, si bien le va, las preguntas que uno tiene para las respuestas
de otros.
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