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Jardín del Edén El consejo es sencillo: tener un hijo, escribir un libro, sembrar un 谩rbol. Y no le falta raz贸n, porque en el fondo se trata de ir m谩s all谩 de uno mismo en la creaci贸n de un ser humano, en la creaci贸n de un mundo de palabras, en el acto necesariamente desinteresado de contribuir al crecimiento de un reino a la vez cercano y ajeno... Y quiz谩 eso sea suficiente para quien busca la profundidad sobre todas las cosas. No es mi caso. Pero este s谩bado -y m谩s este domingo- me acord茅 del hijo, del libro, del 谩rbol. Y me acord茅 de Ra毛l, de Newton, de Nuevo M茅xico y de la escuela. De Ra毛l (un ex periodista franc茅s que ofrec铆a las instalaciones de su iglesia para hacer experimentos de clonaci贸n humana) me acord茅 porque 茅l explica que los extraterrestres crearon este mundo cuando el suyo les qued贸 chico, y que los artistas del m谩s all谩 usaron colores y combinaciones de colores para pintar la naturaleza, sobre todo las flores. Me acord茅 de los tiempos de mi lejana infancia, cuando cultivamos un huerto escolar en el que hab铆a tomates, zanahorias, lechugas y coles que ning煤n ni帽o com铆a entonces ni ahora, y de tiempos m谩s recientes en que mi curiosidad de periodista me llev贸 a sufrir en carne propia el trabajo de quienes cosechan chiles, tomates, cebollas, en los campos de Nuevo M茅xico. Y, en fin, pens茅 en los motivos que llevaron a Isaac Newton a preferir los gases para plantear su segunda ley de la termodin谩mica, que el premio Nobel de F铆sica Ilya Prigogine explicaba en los a帽os setenta usando el desorden de un jard铆n -donde no hay ninguna l铆nea recta, como en el resto de la naturaleza- para probar origen y destino con la premisa feliz de que todo sistema organizado tiende a la desorganizaci贸n. Es que el s谩bado y el domingo los pas茅 en un jard铆n, descalzo, ed茅nico, entre flores amarillas y flores amarillas con bordes rojos, y plantas cuyas flores son sus hojas, y tallos que no s茅 si son flores pero encierran alguna maravilla, y arbustos y enredaderas, evitando pisar 谩caros y caracoles y babosas, con las manos llenas de tierra y de abono, sudoroso y finalmente en casa. "Quien cultiva un jard铆n secretamente busca crecer en 茅l, crecer con 茅l, ser dios peque帽o, florecer de otra forma", pens茅 el lunes en un tren apretujado y caliente, rodeado de gente que iba a la oficina con la vista fija en el diario, y creo que logr茅 entender la afici贸n -casi man铆a- de este pa铆s por sus jardines. Ya en el lado pr谩ctico, la experiencia con el jard铆n me permiti贸 ver Londres desde las cimas donde una vez hubo un palacio de hierro y de cristal y ahora hay jardines y aire, y pasar un fin de semana de la mano de la primavera, mir谩ndome en su luz y en su sombra. Es verdad que luego tuvimos que enfrentarnos a una invasi贸n plateada de caracoles y babosas 谩vidos de rojos y amarillos, y que la enredadera no pegaba, y que un gato vino y ech贸 tierra sobre una de mis plantas favoritas. Pero cuando se hizo de noche me d铆 cuenta de que el hijo, el libro, el 谩rbol, son partes del jard铆n lleno de gracia, como la luz del d铆a que se hab铆a ido, el canto de los p谩jaros, la lucha lenta de los moluscos, los colores, las esperanzas. Y me sent铆 -otra vez ni帽o de mi infancia- feliz como una lombriz. Digamos.
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