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La noche en que el sistema se vino abajo
Pocos pensaron que el fin de un siglo -o el principio- iban a presenciar, literalmente, lo que la larga noche del martes hizo claro: que el complicado proceso electoral de Estados Unidos, establecido por los padres de la patria con intenciones que nada tuvieron que ver con la democracia, no resiste los modos de nuestra era ni sus ritmos, y que las cosas ya no son como eran antes. Para comenzar, el sistema se vino abajo. No solamente porque pasaba el tiempo y los estadounidenses no lograban encontrar un ganador de las elecciones presidenciales, sino porque las preferencias de la sociedad, del pueblo, de los votantes, estaban evidentemente divididas entre Al Gore, el candidato feo, y George W Bush, el candidato hijo.
Todos nos equivocamos. Hasta el propio Gore, que hizo llegar un mensaje apresurado a su oponente, reconociendo el triunfo ajeno… El festejo republicano estaba destinado a ser grande y ruidoso de no haber sido por la ley de Florida que ordena un recuento si la diferencia de votos entre dos candidatos es menos de medio por ciento. Esa ley que uno imagina oscura, destinada a candidatos locales con fuerzas que pueden llegar a ser equivalentes en niveles menores, hizo que de pronto se detuviera la maquinaria -perfeccionada por el uso, intocada por el debate- que ya estaba funcionando como de costumbre, y puede cambiar las formas aunque el fondo del poder estadunidense siga siendo el mismo.
Hay quienes pintan con tintas especulativas panoramas de largas batallas legales en la Corte Suprema, llenas de recovecos y latines prestados, y llegan a suponer un escenario en que sea el propio Senado quien tenga que dirimir la contienda entre Bush y Gore y lo que ambos representan (y llevan el caso hasta el extremo de pensar que se produzca un empate que tenga que romper con su voto el presidente del Senado, es decir el vicepresidente de Estados Unidos, es decir Al Gore, candidato a una presidencia que evade a dos candidatos).
Quedan para la historia los saludos errados de dignatarios ansiosos, las felicitaciones apresuradas, las declaraciones solemnes, los arrebatos jubilosos, las ediciones de los diarios corregidas y vueltas a corregir, la interminable vigilia de los comentaristas, el desvelo del curioso, los detalles, las versiones. Y como nadie pudo anticipar lo que iba a venir, nadie puede anticipar lo que va a pasar. Uno piensa en el dicho: cuando Estados Unidos estornuda, a los mexicanos les da un resfriado, y sabe que el malestar y sus consecuencias pueden extenderse por el resto del continente hacia el sur, hacia la vasta tierra prometida al libre comercio, hasta el fin de mundo, que en este caso es la Patagonia lejana y sola…
Debe ser terrible. Yo pude sentir toda esa soledad, aunque en mucho menor medida porque no disfruto del poder y porque el jueves algo semejante al insomnio me hizo abrir los ojos, bajar las escaleras a oscuras, poner la cafetera y encender el calentador del agua antes de ver el reloj, que en esos momentos marcaba una hora inmisericorde de la madrugada, y volver a la cama a dormir sin sobresaltos asido a la mano tibia de E-Mary. Y me hizo sentir bien saber que en alguna suite de hotel, lejos, ya sin asesores, sin voceros, en mangas de camisa y tal vez sin zapatos, en penumbras, taciturnos, Al Gore y George W Bush, no lograban dormir, solos consigo mismos, estremecidos por la fiebre de quienes buscan el poder sin alcanzarlo… |
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