Hay que estar atentos y preparados, porque cuando termine el año el
mundo se va a acabar otra vez. Todos los signos están presentes, y
se identifican fácilmente porque no es la primera vez que pasa: los
cambios del clima, las inclemencias del tiempo, la furia de la naturaleza,
los fenómenos celestiales, la brutalidad del hombre…
Creo que la última vez que el mundo se terminó fue en julio o en agosto.
Si Nostradamus estaba en lo cierto, desde entonces todo es una ilusión
grotesca. Si tiene razón el predicador que oyó mi hijo JoaquÃn, dentro
de pocos dÃas, cuando se acabe el año, veremos el fin de los tiempos,
seremos testigos del apocalipsis, y nos llegará la hora de rendir
cuentas.
Lo más probable es que no pase nada. La historia está llena de ejemplos
de grupos de personas que creyeron en los avisos y las profecÃas que
anuncian el fin desde el principio de los tiempos, y que en demasiados
casos llegaron a su propio fin por mano propia.
El sentido decimal de nuestra era -que olvidó o no quiso aprender
otras formas de medir el tiempo- hace de un siglo una cifra fantástica,
y de un milenio el fin de un largo camino y el principio de otro.
Pero nada más. El cinco de enero del 2000 será como el veintiocho
de diciembre de 1999, con diferencias puramente climáticas, polÃticas
o económicas, según el festejo.
Hay tres poderosos argumentos. Uno de ellos es que cuando termine
este año voy a pensar en Pablito Lavalle. Un dÃa de 1998 celebró,
bailando entre tantos invitados que no caben en la foto, con misa
al aire libre, a la sombra de un árbol de aguacate, sus primeros cien
años. No conozco a nadie más que haya vivido en tres siglos.
Nunca lo he visto enojado, aunque dudo que siempre haya sido el sonriente
señor que tocaba mandolina cuando ya era viejito, y lo recuerdo durmiendo
siestas frente a la televisión encendida en los anocheceres de la
canÃcula. Él me enseñó, literalmente, mis primeros versos.
Y cuando piense en Pablito Lavalle y piense en que se va a acabar
el mundo, me va a dar risa. El mundo no se puede acabar mientras haya
gente asÃ, y el chiste es que todos conocemos a alguien como Pablito,
o lo conocimos o lo conoceremos.
Otra cosa que puede arruinar las predicciones es que el mundo no se
acabarÃa para todos. Los judÃos, por ejemplo, observan la llegada
del año 5760 desde la creación, y los musulmanes del año 1420 después
de la Hégira (que fue el 16 de julio de 622 del calendario juliano).
Ninguna de las tradiciones establece fechas para el fin de la Creación.
Además de judÃos y musulmanes quedarÃan los chinos, que para efectos
históricos pueden invocar el hecho de que catorce siglos antes de
nuestra era habÃan inventado el calendario, aunque la leyenda cuente
que el emperador Huangdi -"en las tardes que no puedo ser inteligente
finjo que me aburro", como explicó dos milenios después EfraÃn Huerta-
diseñó el calendario una tarde dos mil seiscientos treinta y siete
años antes de Cristo.
Y los mayas que quedan podrÃan recordar que en 2012 o algo asà se
cumple el primer ciclo de la Cuenta Larga, que empezó hace más de
cinco mil años y sirve -un alautun- para medir períodos de
sesenta y tres millones de ellos, más tiempo que números.
Además, quedan cosas pendientes: el caso Pinochet, el referéndum
de Chávez, la disputa limÃtrofe de Nicaragua y Honduras, el niño Elián
González, el regreso del general Oviedo, la campaña presidencial de
México, Mercosur y sus cuitas, las narcotumbas en la frontera sur
de Estados Unidos, el canal de Panamá, la paz de Colombia, las elecciones
de Chile, el nuevo gobierno de Argentina, lo que viene en Perú.
Pero si a pesar de todo usted cree que el mundo se va acabar cuando
suene la última campanada del último dÃa del último año (siempre puede
uno argumentar que 2001 es el primer año) del milenio, duerma tranquilo.
Ese dÃa, antes de irse a la cama para no despertar jamás, deje los
platos sucios en el fregadero y no se cepille los dientes. Si despierta,
piense que tiene mil años por delante para hacer lo que tiene que
hacer.
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