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Cita con las estrellas


La primera cruzó el cielo a eso de las once de la noche, en su viaje de ningún lado a otro, y estoy seguro de que el mar se agitó un poco.

La segunda pasó media hora después, y a la medianoche el cielo se cubrió de nubes largas y lentas, el mar se volvió a agitar y yo pensé en irme a dormir porque me dolía la garganta.

Ese fue mi encuentro con las Leónidas, un grupo de asteroides que cada treinta y tres años llena el cielo de la Tierra con sus luces, algo semejante a las Perseidas de agosto.

Esta vez, decían los expertos, el cielo de Miami sería perfecto (como si no lo fuera ya) y uno se podría llenar los ojos de estrellas fugaces, literalmente, porque se esperaban miles de ellas por hora.

Hay quienes nunca han visto una estrella fugaz, o un cometa o un eclipse, y sólo conocen el día y la noche de nuestro propio paso por el universo...

Armado con esas y otras reflexiones, dejé mi lecho de enfermo, puse en la bolsa el rompevientos, una toalla enorme, una linterna con cuatro tipos de luz, la cámara, un rollo de papel higiénico y lo que quedaba de una botellita de brandy que se añejó semanas en un cajón de la cocina, y me fui a la playa.

De noche, para ir al mar hay que cruzar un sendero enramado pisando la hojarasca y adivinando por el ruido si son iguanas o lagartijas lo que corre de ningún lado a otro en lo oscuro.

Y llega uno a la playa y finge que no tiene interés en mirar hacia arriba hasta que llega a la sombra de la caseta de salvavidas, extiende la toalla en la rampa y se tiende, ahora sí, a ver qué pasa en el cielo.

Una noche sin sueño en el rancho contamos dos docenas de estrellas fugaces, y alguien dijo que ver las estrellas bien puede ser el único vínculo que nos queda con el humano original, que conoció el asombro antes que la palabra, pero esa vez habíamos sacado un colchón de hule al pasto y bebíamos ron.

En la playa, la madera de la rampa estaba húmeda y tibia. Esta noche había luces que se movían en el cielo, pero eran aviones hacia un destino preciso, geográfico o de otro.

Había luces que se movían en el horizonte, como si alguien tratara de trazar la frontera entre el mar y el cielo. Y había estrellas fijas, si se permite el adjetivo, y una luna espéndida. Le di un traguito al brandy y pensé: "A ver si no me asaltan aquí…".

El espacio es un lugar donde no hay aquí: en el espacio todo es allá, un lugar en el que por definición no estamos y en el que puede estar todo lo demás, aun cosas que todavía no se le ocurren a nadie.

Pero aquí, la playa de Key Biscayne, es un lugar tranquilo y callado, de día o de noche. Más de noche, porque las señoras que toman el sol bajo la sombra de las palmeras y los señores que ya no tienen prisa no salen a la playa a estas horas. Pues ahí estaba yo, tendido en una toalla verde, viendo al cielo.

No sé cuánto tiempo estuve esperando que pasaran las estrellas. Según el reloj fueron dos horas o un poco más. En ese tiempo pensé en un señor de Miami que me reclamó lo que escribí sobre la ciudad no hace mucho, y deseé que lo llevaran por donde me habían llevado.

Bebí el brandy que quedaba y miré con más cuidado las estrellas. Pensé en una mujer y en ninguna. Pensé en la mujer morena que aguarda en el destino de un colega uruguayo. Pensé en quienes a esa hora no miraban ni el mar ni el cielo. Pero ni así pasaban las estrellas.

Me dolía la garganta. Y por eso me fui, sombra en las sombras, de regreso al sendero cuya fauna florida hace ruidos en la noche, y a los aromas del jardín, y a la fuente del pequeño lago iluminado y al aire refrigerado de mi casa.

Me conformaré con pensar que pude haberlas visto. Tal vez imaginar mil estrellas fugaces por hora sea mejor que verlas. No sé. Sé que estaré pendiente si puedo, y que iré a donde sea para mirarlas cuando vuelvan. Cuando las Leónidas vuelvan tendré más de setenta años. Esa fue mi cita con las estrellas.


La Columna de Miguel
El mundo, el periodismo, la vida cotidiana, los estereotipos, las anécdotas, a través de la particular lente de Miguel Molina.

ÍNDICE DE CHARLAS

¿Quién salvará a El Salvador?
Hijos de la Vieja Albión
Sobre vivir con miedo
Mirarse en un espejo ajeno

Las interniñas y un viejo vestido de blanco
Ashley tiene una pistola
Recuento
Tres mitos para Caterine
Cosas que ya no tienen remedio
La noche en que el sistema se vino abajo
Los trenes ya no van a ningún lado
Clones y extraterrestres
Reflexiones de un ludita aficionado
Las olimpiadas ya no son un juego
Donde no se atreven la ibuprofen lisina ni el maleato de domperidona
Los niños de la calle y Bill Clinton
En tren, en góndola, en el baño
Qué piensa y qué oye Fujimori
Nada como no hacer nada
Gordon puede darse por muerto
Me preguntaron qué pensaba
¿Y el lunes qué?
Jardín del Edén
Se llama Kennedy y toca el violín con micrófono
Tecnología por tu bien (I)
Nunca tuvo ningún perro
Iloveyou
Días del trabajo
Elián y las niñas
Razones de amor para no fumar
Casi el paraíso
El derecho a preguntarle al presidente
Virtud de los peluqueros
El precio de la paz en Colombia
Ahí viene la guerra
In memoriam sombrero II
In memoriam sombrero I
Inútil divagación sobre la patria
Cercanía y distancia de México
Otros diez minutos sin Martí
La urraca, la zorra y el silencio
Ecuador: las manos en el fuego
Esa noche...
En descargo de la nostalgia
El dios y el diablo del teniente coronel
Fin del mundo y platos sucios
El niño y el mar
Cosas de noviembre
Cita con las estrellas
Días y noches de Miami
Tea, sir?
Mitos de Londres

¡Dígale a Miguel!
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